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La adolescencia de un hijo suele sentirse como una tormenta dentro del hogar: trastoca la rutina, pone a prueba las normas y genera tensiones. Lo que a menudo pasa desapercibido es que este fenómeno también afecta a padres y madres. Muchas familias notan que, al mismo ritmo que su hijo avanza hacia la independencia, los padres atraviesan su propia crisis paralela.

A menudo, la pubertad y adolescencia coincide con la edad de 45 a 55 años de muchos padres: el período de la “mediana edad”, caracterizado por importantes cambios psicológicos.

En definitiva, la llegada de la adolescencia es un momento del ciclo familiar en el que convergen dos transiciones vitales: la del joven y la de sus padres, dos procesos que se refuerzan mutuamente y que inevitablemente transforma las relaciones familiares.

Un desafío compartido: crecer juntos en la turbulencia

Convivir con un adolescente puede resultar agotador, pero a la vez formativo. Tanto para el joven como para sus padres. Esta etapa es imprescindible para el crecimiento personal de toda la familia, porque supone salir de la “zona de confort” para todos los miembros.

Los padres deben replantear sus prioridades y reconocer que la relación con el hijo no es la única fuente de identidad: es decir, que son más que “la madre de” o “el padre de”. También se ven obligados a redefinir los canales de comunicación que existían durante la infancia de los hijos: escuchar sin imponer, explicar sin dar sermones y, en general, reformular su papel como autoridad para pasar de controlar a orientar.

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El contexto mediterráneo: cercanía y dependencia

Aunque la adolescencia genera fricciones, España conserva un modelo de cohesión familiar. De hecho, el 56,6 % de los jóvenes de 18 a 34 años se sienten “extremadamente próximos” a sus padres, y el 70,6 % interactúa con ellos al menos una vez al día. Esta cercanía diaria desafía la idea común de un conflicto permanente entre generaciones, pero ¿a qué precio?

Estos lazos sólidos, característicos del llamado “modelo de familia mediterráneo”, funcionan como red de apoyo. Sin embargo, esta proximidad tiene un coste: el mismo patrón que protege a los jóvenes aumenta su dependencia de la familia y dificulta su emancipación.

Los padres asumen la mayor parte de los gastos, la educación y la carga emocional de la crianza. La escasez de políticas públicas de apoyo a la juventud (vivienda, empleo estable, ayudas económicas) perpetúa esta dependencia familiar. Cuando la relación con los progenitores es tensa o la familia proviene de un entorno desfavorecido, las desigualdades iniciales se perpetúan y amplifican durante la adolescencia. Cuando el entorno familiar falla, las brechas sociales (educación, clase social, renta…) se reflejan con más fuerza y marcan las trayectorias vitales de los jóvenes.

Conflictos transitorios, no permanentes

En los últimos años la estructura familiar está cambiando: aunque sigue predominando el hogar con ambos padres presentes, aumentan las familias monoparentales y reconstituidas. En todos los casos, la adolescencia suele traer una disminución inicial en la comunicación entre padres e hijos, aunque con el tiempo las familias suelen readaptarse.

Contrariamente al mito del adolescente siempre rebelde, los conflictos parentales alcanzan su máximo alrededor de los 13 a 15 años para luego moderarse. Este patrón temporal desmiente la imagen de una adolescencia permanentemente turbulenta.

En todo caso, el cambio en el rol parental es lo suficientemente grande como para reconocer los propios límites emocionales y buscar apoyo cuando sea necesario, desde la puesta en común de experiencias de manera informal con otros padres y madres hasta grupos de apoyo más estructurados, pasando por acudir a especialistas cuando nos sintamos desbordados.

Voces: cuando acompañar también transforma

Detrás de las estadísticas hay experiencias concretas. La literatura científica muestra que muchos padres y madres relatan sensaciones de desconcierto, distancia emocional, dudas sobre su rol y necesidad de “reaprender” a relacionarse con sus hijos adolescentes. Para ilustrar estos patrones, utilizo experiencias recogidas en este tipo de investigaciones.

Por ejemplo, María se siente desbordada. Su hijo de quince años ya no quiere hablar como antes; prefiere encerrarse en su habitación con el ordenador y los auriculares. Esa distancia física se transforma en una brecha emocional. María siente que está perdiendo el vínculo con su hijo y, con ello, parte de su identidad como madre. Siente una mezcla de amor, culpa e incertidumbre.

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Javier, padre divorciado, vive algo parecido, agravado por la soledad. Su hija de catorce años lo esquiva. Discuten a menudo, y detrás de cada pelea hay una necesidad mutua de ser escuchados. Javier vive, al mismo tiempo, la adolescencia de su hija y su propia crisis vital: atraviesa una crisis propia de la mediana edad, intensificada por el divorcio y la soledad cotidiana. Se siente desorientado, revisando quién es ahora y cómo reconstruir su vida mientras teme perder el vínculo con su hija. Esa mezcla de vulnerabilidad, culpa y necesidad de cercanía hace que cada discusión con ella sea, en realidad, un intento de ser visto y escuchado.

Lucía, madre de dos adolescentes, resume la paradoja de muchas familias: aunque no le falte el bienestar material, siente que camina sobre hielo. Cualquier comentario o sugerencia puede desencadenar un conflicto o gritos. Convive con cambios de humor y provocaciones constantes; descubre que acompañar la adolescencia de sus hijas la está transformando a ella. Está aprendiendo a dejarla sin desvincularse y poner límites sin romper el afecto.

Estas historias se articulan en torno a un eje común: la distancia emocional que los adolescentes establecen como parte de la construcción de su identidad. La culpa, la tristeza o el agotamiento de los padres no son señales de fracaso, sino manifestaciones del reajuste que exige esta nueva etapa. Redefinir el vínculo –dejarlos ser sin perderlos– se convierte en uno de los mayores desafíos de los padres.

Hacia una crianza acompañante

Convivir con un adolescente puede generar un “estrés positivo”: una tensión incómoda que, bien canalizada, puede fortalecer los lazos familiares. La clave no está en evitar los conflictos, sino en transformarlos en diálogo constructivo.

Este cambio de paradigma –de la evitación a la transformación– es fundamental en la crianza contemporánea. Acompañar la adolescencia es una forma de seguir creciendo junto a ellos. Y reconocer esto no es un fracaso parental: es un acto auténtico de la crianza.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Joan Tahull Fort no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.