Hay algo que lastima a una sociedad tanto como la corrupción o la violencia visible: el odio gratuito. Ese rechazo que no nace de una razón legítima, sino de la costumbre de atacar, criticar o descalificar sin fundamento. Es “gratuito” porque no hay deuda que pagar, ni ofensa previa, ni diálogo que lo provoque. Surge, muchas veces, de vacíos internos, frustraciones acumuladas o de la comodidad de un teclado anónimo. Y aunque parezca pequeño, su efecto es corrosivo: rompe la confianza, divide comunidades y envenena el espíritu colectivo.

He visto el odio gratuito en redes sociales donde se lincha a alguien sin conocer la historia completa; en la calle, cuando se juzga a una persona sólo por su aspecto; en empresas, donde el éxito de uno despierta el resentimiento de otros. Pero hay una car

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