Las citas paralelas del G20 y de la COP30 han dejado un par de mensajes subliminales: por un lado, que la neutralidad energética no contará en los próximos años con la Administración Trump; y por otro, que las inversiones ESG han virado hacia otras siglas menos sostenibles: Energía, Seguridad y Geopolítica

EEUU, Arabia Saudí, Rusia: la COP30 certifica el nacimiento de un 'eje del mal' climático

La literatura neoliberal empieza a ganar el pulso geoestratégico a las energías renovables. Ya lo intentó en 2021, cuando el Kremlin mandó cerrar sus grifos de gas y petróleo meses antes de la invasión de Ucrania y activó con ello la espiral inflacionista más intensa desde los años ochenta y, por contagio, una escalada de tipos de interés sin precedentes desde comienzos de siglo. El entonces estratega jefe de Goldman Sachs, Jeff Curry –ahora ejecutivo del fondo de inversión Carlyle–, calificó la reaparición de los combustibles fósiles en las carteras de capital de las grandes gestoras como el retorno de la Vieja Economía.

Fue la reencarnación en la escena bursátil de los valores de las supermajors del petróleo, cuyas ganancias subieron al calor de un barril que coqueteó con los triples dígitos y el arrinconamiento de los criterios con sello ESG (las siglas en inglés de Medio Ambiente, Social y Gobernanza). Justo cuando los inversores mostraban confianza en estos valores. Pero, para Curry, supuso todo un ataque a la línea de flotación del capital verde, que empezó a perder peso en las carteras de capital de gestoras como la todopoderosa BlackRock. Ahora, con el barril instalado en los 60 dólares contra vientos geopolíticos y mareas económicas, ha emergido la tesis de que las ESG se deben transformar. Es el nuevo mantra que procede del mercado.

Quizás una de las voces que mejor ha sintetizado esta nueva era sea la de Stéphane Boujnah, el CEO de Euronext, la bolsa de valores europeos con sede en París, que sostiene que este cambio de paradigma de las ESG será estructural. Y, haciendo una sopa de letras, afirma que la Energía, la Seguridad y la Geopolítica se han convertido en la renovada ESG, y explica que sus tres vectores serán los que “determinen el riesgo y el valor económico en el escenario global”. No se trata de renunciar al acrónimo que ha hecho rotar carteras de inversión en el último lustro hacia valores con principios sostenibles –sobre todo, en Europa–, sino de que pueda cohabitar de forma pacífica con los nuevos criterios. Pero, a su juicio, los Medioambientales, Sociales y de Gobernanza no serán los predominantes en esta etapa de fragmentación de la globalización y crisis del sistema multilateral de decisiones.

Para Boujnah, ya en clave europea, el mercado interior debe granjearse autonomía energética, capacidad industrial y disuasión militar si quiere competir con EEUU y China. Es su lectura sobre los informes de los ex primeros ministros italianos Mario Draghi y Enrico Letta para espolear la productividad y la competitividad algo más de un año después de su revelación. Con el objetivo –recalca– de defender “un marco financiero común que permita financiar de forma sostenida los gastos en defensa y en innovación y que avale la resiliencia estratégica y económica de la Unión”.

Los mercados de capitales siempre han tratado de dominar los ciclos de negocios. Es un secreto a voces. Y más ahora, bajo un declarado cambio del orden mundial, con los parqués bursátiles en estado de permanente volatilidad, bajo una incierta dictadura de la IA y los criptoactivos y un clima económico difícil de diagnosticar, pero que se asemeja a un escenario de estanflación. Sin dinamismo para incentivar la actividad y el empleo y con presión alta de precios.

El G20 y la COP30 reajustan el multilateralismo

En este contexto, dos cumbres internacionales, la del G20 en Johannesburgo, y la COP30 en la ciudad brasileña de Belem, han mostrado con suma crudeza que los avances hacia la neutralidad energética van a experimentar interrupciones y no van a favorecer precisamente la detención del reloj climático. Ese instante temporal del que avisa la comunidad científica que precede a la medianoche meteorológica.

Ambas cumbres, que han coincidido en el tiempo, desvelaron la profunda transformación en la gobernanza mundial. Con el clima como eje de otro drástico viraje de rumbo. Las dos cónclaves evidenciaron que el consenso global está cada vez más fracturado. Pese a lo cual, convive con la emergencia y se afana en crear nuevas formas de cooperación, impulsadas tanto desde el Sur Global como por actores privados que anticipan un escenario climático más hostil.

En el G20, la ausencia de EEUU y la falta de empatía entre las potencias globales confirmaron la erosión de los mecanismos multilaterales que habían perfilado cierta cooperación económica y climática en las últimas dos décadas. La cita dejó traslucir un mundo en el que operan cada vez más los bloques geopolíticos, con las agendas europeas, norteamericanas, asiáticas y de países del Sur Global en distintas longitudes de onda y la proliferación de encuentros selectivos entre socios, diálogos trilaterales y acuerdos sectoriales. El foro llamado a ser el gobierno internacional constató que ha dejado de articular una visión común y empieza a operar como un espacio en el que conviven proyectos globales en declarada competencia.

Por su parte, la COP30, utilizó un registro distinto, aunque igualmente supeditado a esta ruptura del consenso global. El punto de fricción fue la sempiterna fecha para acuñar el epitafio de los combustibles fósiles, que se volvieron a convertir en la línea roja entre los más de 80 naciones partidarias de una hoja de ruta explícita que acabe con los carburantes más contaminantes y un núcleo duro de países productores y consumidores intensivos de carbón, petróleo y gas, que se afanan en reclaman unos plazos más amplios para extraerlos de sus mix energéticos.

El presidente de la COP30, André Correa do Lago, trató de desactivar la polarización recordando que la transición no es un debate entre “ganadores y perdedores”, sino un proceso cargado de contradicciones: estados que exportan crudo, pero lideran las renovables y otros que necesitan carbón a corto plazo, aunque sufren los efectos de la catástrofe climática.

Las palabras de Correa confluyen con la tesis de Boujnah. La beligerante Administración Trump contra el cambio climático empieza a dibujar un orden global en el que la seguridad energética y la geopolítica vigilarán una economía con barreras comerciales y recetas proteccionistas. En el que las acciones para combatir el calentamiento global tenderán a jugar un papel secundario en este escenario. En un momento crucial. No solo para sellar la neutralidad energética en 2050, que registra retrasos según la comunidad científica, sino para acelerar los flujos de capital verde.

Un misil en la línea de flotación del ‘capital verde’

La firma de investigación de mercados y consultoría Precedence Research valoró el mercado de inversiones bajo criterios ESG sostenibles en 25,13 billones de dólares en 2023 y en 29,86 billones el pasado ejercicio. Mientras Fortune Business Insights, consultora de datos, prevé que este año, los capitales ESG que fluyen por todo el planeta alcancen los 39,08 billones, con perspectivas de superar los 125,17 billones en 2032.

Los expertos de ambas compañías coinciden en describir una tasa de crecimiento en el entorno del 18% anual el próximo lustro. Con Europa –augura Morningstar– como el centro financiero de cabecera de los fondos sostenibles. Pero con cada vez más inversores –hasta un 79% afirma un estudio de PwC– considerando como amenazas para sus intereses en criterios ESG la geopolítica, la regulación y los aranceles en sectores cruciales para la descarbonización como el tecnológico. Además de la reorientación de los recursos públicos hacia industrias vinculadas a los fósiles.

Entretanto, firmas como BlackRock, Vanguard, Amundi e Invesco –entre otras– afirman colaborar con las autoridades económicas para redefinir marcos de financiación estables, mientras exigen desregulaciones y regalan operaciones de inversión a compañías que no cumplen o abandonan los criterios ESG. Precisamente cuando la factura tecnológica destinada a proyectos verdes había reducido su coste desde los 12 a los 3 billones de dólares anuales lo que, para The Economist, echa por tierra la proclama trumpista de que el cambio climático “daña a los americanos y cuesta una fortuna”.