Hace poco, una ventosa tarde de noviembre, el sheriff de la ciudad y un puñado de sus ayudantes, vestidos con gabardinas y sombreros Stetson, fumaban en el porche de la cárcel del condado, con sus revólveres Colt enfundados y sus rifles Winchester ocultos.
Los hombres sabían que no podían hacer nada ante los problemas que se les avecinaban.
En el lado opuesto de la calle principal enlodada, una multitud estaba reunida en el interior de una de las dos tabernas del pueblo. La gente vitoreaba a un grupo de mujeres que bailaban en cuadrillas al son de la música country y vestían camisas a cuadros rojos, botas vaqueras y sombreros a juego.
Los parroquianos sabían que podía ser su última fiesta de baile.
A pesar de todas sus características del salvaje Oeste, este pueblo no estaba ni ce

Todo Noticias Internacional