No pude evitar emocionarme en el preestreno de la película Flores para Antonio, un homenaje tan íntimo como necesario al varón maldito de los Flores. Acaso la nostalgia de un tiempo que desaparece vertiginosamente, acaso el recuerdo de algunas escasas tardes que, hace ya algunos años, dejé pasar en el jardín del Lerele, la casa de la familia en La Moraleja. Ya había muerto Antonio, pero allí seguía su cabaña. Y mientras se sucedían las conversaciones mundanas, al ritmo siempre de la sonrisa hospitalaria de Rosario y de Lolita, del humor del Golosina, o de Carmen, la mujer que siempre les acompañó, no podía dejar de observar la barraca del poeta y del músico de toda una generación.
Antonio transitó el fin del siglo XX en su Madrid. Un Madrid exótico, sensitivo, tan brillante como artificia

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