En toda contienda presidencial hay buenos candidatos, buenos presidentes… y quienes no son ninguna de las dos cosas. Para ganar, por supuesto, hay que ser buen candidato: uno debe persuadir, emocionar, movilizar. Pero para gobernar hace falta algo más difícil de encontrar: experiencia real, capacidad probada y criterio para orientar el Estado hacia un mejor destino colectivo.
En política, sin embargo, la selección del presidente no la hace un comité experto como en cualquier empresa, sino un electorado diverso que rara vez tiene claridad sobre lo que el cargo exige. Y en una democracia tan imperfecta como la colombiana, la popularidad y la imagen —no la competencia— suelen ser el filtro decisivo.
Este fenómeno ha generado una distorsión peligrosa: los que han hecho terminan castigados po

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