A finales del siglo XIX, cuando la ciencia apenas rozaba con la punta de los dedos el misterio de la herencia, novelistas como Émile Zola se atrevieron a explorar ese territorio incierto con una audacia casi profética. Sin disponer de laboratorios modernos ni de secuenciación genética, intuyeron que detrás de los gestos, las pasiones, los fracasos y las glorias de sus personajes actuaban fuerzas transmitidas de padres a hijos, corrientes invisibles que determinaban destinos. Sus obras coinciden en esa mirada inquieta hacia la continuidad biológica. Zola construyó toda una saga familiar, Les Rougon-Macquart , como experimento literario sobre el peso de la herencia.

Es curioso observar que, mientras aquel escritor se atrevía a indagar sin pudor en la influencia hereditaria —cuando ni siqu

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