Cada año, cuando llega el Día Panamericano del Médico, se repite el ritual: mensajes de felicitación, flores en los hospitales, publicaciones en redes sociales. Es un gesto hermoso, pero insuficiente. Porque detrás de la bata blanca no hay héroes invencibles, hay seres humanos que también sangran, se cansan y dudan.
Ser médico significa entrar, una y otra vez, en los territorios donde la vida se vuelve frágil: una sala de urgencias, una UCI de madrugada, un consultorio donde alguien escucha por primera vez la palabra “cáncer”. Nuestro trabajo no es solo formular medicamentos o pedir exámenes; es sostener miradas, acompañar miedos, traducir el lenguaje frío de la ciencia en palabras que la gente pueda abrazar. Somos, o deberíamos ser, un puente entre el conocimiento y la esperanza.
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