Granada llevaba décadas esperando este momento, casi convencida de que la guía Michelin era un territorio vedado, un club exclusivo al que la ciudad nunca terminaría de acceder. Cada año se renovaban las esperanzas y, acto seguido, llegaba la resignación: ningún restaurante granadino lograba la ansiada estrella. Y empezó a calar una idea tan injusta como cómoda: que aquí, tierra de tapas generosas y barras bulliciosas, no había espacio para la alta cocina. Que nuestras virtudes populares eran, paradójicamente, nuestro lastre. Hasta que Faralá rompió el maleficio.

La primera estrella Michelin de Granada no es solo un reconocimiento culinario: es una reparación emocional. Es la prueba de que la tradición no excluye la excelencia, de que la cocina de autor puede surgir también donde el tapeo

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