Con la se apaga la voz del último arquitecto capaz de comprometer a una ciudad con su propio reflejo. En un tiempo en el que la arquitectura ha reducido su ambición a un catálogo de soluciones y métricas, Gehry persistió en una convicción incómoda: que un edificio no debe adaptarse dócilmente al territorio, sino obligarlo a pensarse de nuevo. Ninguno de sus proyectos expresa esto con tanta contundencia como el Guggenheim de Bilbao, esa estructura que no se posa sobre el suelo sino que lo desafía, lo corrige, lo tensa hasta forzarle un nuevo latido.
Lo que allí sucedió no fue un “milagro” urbanístico -esa palabra complaciente que tanto gusta a quienes no quieren mirar de frente el conflicto- sino algo más profundo: el edificio introdujo en Bilbao una fractura deliberada, una conmoción est

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