Hay lugares en los que el Atlántico golpea la costa hasta moldearla y elevarla, convirtiéndola en una especie de fortaleza vertical en la que el horizonte parece más cercano . Allí, cuando amanece, la niebla suele espesarse, como la nata en el café, relamiendo las laderas, mientras que el sonido del mar, oculto entre el manto blanco, se mezcla con el silbido del viento. En invierno, como ahora, la luz es breve y plateada, ofreciendo sombras que recuerdan al viajero que está ante una de las fachadas de acantilados más espectaculares de la vieja Europa .
Un escenario en el que el ser humano aprendió hace siglos a convivir con la naturaleza, a construir refugios junto al agua, a abrir calles empinadas que desembocan en plazas con abrigo y a levantar defensas ante corsarios y ejércitos qu

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