Cuando nos retiramos del hotel en Nueva York, me enviaron por correo electrónico la cuenta de la suite que ocuparon mi esposa y nuestra hija adolescente, pero no la factura de la suite en que yo dormí a solas, roncando como un oso en invierno. Mientras esperábamos en el aeropuerto el vuelo de regreso a casa, le dije a mi esposa: Estos bobos del hotel me han cobrado tu suite, pero no la mía, qué maravilla, qué suerte tengo. Estaba ilusionado porque los abultados gastos en restaurantes, bares, peluquerías y masajes del hotel los había cargado a mi suite. Si por error los recepcionistas del hotel omitían cobrarme esa suite, ahorraría un dinero no menor. Soy tan tonto que pensaba: es un regalo de los dioses por haberme portado bien en la boda de mi hija, celebrada esos días de otoño en aquella

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