Michoacán -El día apenas comienza cuando el primer patrullaje avanza por las calles de la cabecera y abandona la ciudad para internarse, sigiloso, entre las huertas de limón. Los militares disminuyen la velocidad, no para descansar, sino para no delatar su presencia ante quienes durante años sembraron minas artesanales y miedo.
En esos caminos que llevan a los campos cítricos, el sonido más fuerte no son las botas ni los motores: es el chasquido de las ramas al desprender la esfera verde que los niños cortan con destreza, como si hubieran nacido entre árboles.
Esos pequeños, los más aguerridos cortadores, trabajan porque en sus comunidades de Guerrero, Chiapas y Oaxaca la pobreza los alcanzó antes que la infancia. Y en Apatzingán , aun lejos de casa, el peligro seguía siendo parte

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