En Venezuela, diciembre siempre ha tenido un peso emocional especial. Incluso en los años más duros, la Navidad ha funcionado como un refugio cultural, un recordatorio de familia, tradición y comunidad. Tal vez por eso se ha convertido también en una de las temporadas favoritas para el oportunismo político: época de inauguraciones improvisadas, bolsas de comida repartidas con afán electoral y actos simbólicos que intentan maquillar un año entero de desconexión entre los ciudadanos y quienes los gobiernan.
No hay municipio del país que se salve del fenómeno: alcaldes que no asoman la cara en once meses de gestión aparecen en diciembre para encender luces; gobernadores organizan conciertos multitudinarios mientras a la gente le cuesta llevar un plato navideño a la mesa; concejales que no ha

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