Valencia siempre ha tenido fama de brava, pero el miércoles por la noche no fue valentía lo que se vio en el José Bernardo Pérez con la familia de Salvador Pérez. Fue algo más pequeño, más mezquino, más revelador. De ese tipo de escenas que no se olvidan porque muestran, sin maquillaje, quiénes somos cuando creemos que nadie nos está mirando. O peor: cuando creemos que «todo se vale».

La familia del capitán de Kansas City, uno de los peloteros más respetados de su generación, llegó al estadio como llega la gente que ama el juego: con ilusión simple, casi infantil. Su madre —la razón por la que Salvador se sube a un avión cada diciembre aunque no le haga falta— se sentó como cualquier aficionada. No pidió trato especial. No exigió palco. No usó apellido. Fue mamá, punto.

Pero la grada dec

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