Los barrios, como si la ciudad fuera una gran pendiente, se derramaban hasta el entorno de la catedral. O a la catedral misma. Un asunto de abuelos y nietos, de tietes y sobrinos. Una granizada de niños con la feroz alegría del primer día de vacaciones. La Fira de Santa Llúcia. Una foto virada de antiguo, ni sepia ni verdosa, con el color que da el tiempo y el de haber estado mal guardada. El pesebre, un ritual que sobrevive. Cíclico. Anual. Benigno y renovado. Tierno.

Un mar de abetos talados. Olor a frío, a musgo, a eucaliptus y a corcho. El rojo y las hojas puntiagudas y brillantes del acebo en ramos. El muérdago acuarelado de blanco opaco y portador de buena suerte –siempre que se regale–. Por unos días el paréntesis del mundo rural ocupando la gran ciudad. El bosque en la avenida.

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