Hubo una época dorada y rosa. Encarnada por la actriz Doris Day, melena de oro, labios y uñas como pétalos: siempre risueña, célebre por sus gozosos papeles como ama de casa atractiva y feliz, rodeada de los primeros electrodomésticos, amorosa, abnegada y musical. Siempre al pie del cañón familiar, sin perder encanto y alegría. Era el símbolo femenino de la segunda mitad del siglo XX: las sociedades occidentales, dejando atrás hambrunas, sufrimientos y duelos de guerra, abrazaban con entusiasmo un crecimiento económico que se imaginaba imparable.
Nada de lo que tal idealización simulaba cristalizó de forma genérica y armónica. A finales de los sesenta, una revolución cultural interna generó una dinámica crítica y, con frecuencia, feroz contra los valores y las formas de vida occidentales.