Refugiados ucranianos esperan el tren en la ciudad polaca de Przemysl en junio de 2022, en los primeros meses de la guerra. rospoint/Shutterstock

“Crucé la frontera legalmente”, me dice Theodor* nada más sentarse, con las manos firmes sobre la mesa. No lo sabía todavía, pero todas mis entrevistas con hombres ucranianos en Polonia empezarían así: con una justificación.

Theodor llegó a Breslavia (Polonia) para estudiar apenas unos días antes de la invasión rusa, en febrero de 2022. Me explica que quizás no hubiese sido posible unos meses después. Al principio de la guerra, los estudiantes internacionales aún podían salir del país. Luego se endurecieron las normas, al comprobarse un uso masivo –y a menudo fraudulento– de esa vía para evitar el servicio militar obligatorio. “Quizás te salvó Dios”, le dijo su padre.

Fue Oksana* quien nos puso en contacto. Trabaja en la sede polaca de la Universidad Católica de Ucrania, que me había invitado a participar en un evento sobre su experiencia de la docencia en tiempos de guerra: un testimonio de compromiso y resiliencia.

Oksana abandonó Ucrania hace unos meses con su hija para reunirse con su marido. Insinúa que su presencia en Polonia no es del todo legal, pero no piensan volver. Le parece inasumible: dos semanas de entrenamiento y al frente, sin salida, salvo en un ataúd. Algunos de sus amigos se ofrecieron voluntarios al comienzo de la guerra, convencidos de que sería cuestión de meses. Ninguno volvió.

Como Oksana y su familia, muchos ucranianos eligieron el exilio. En mayo de 2025, la ONU estimaba en un millón el número de refugiados ucranianos en Polonia, un país de 37 millones de habitantes. Pero esa cifra podría estar muy por debajo de la realidad: no todos los desplazados se registran oficialmente al llegar. Y, desde luego, no todos comparten la misma experiencia del exilio.

Natalia*, estudiante ucraniana, reconoce que su experiencia fue muy distinta a la de muchos de sus compatriotas. Siempre había soñado con estudiar en el extranjero, y llegó a Breslavia con una beca, el apoyo de su universidad y alojamiento asegurado desde el primer día. Pero sabe que su caso no es representativo: “Para otros es mucho más difícil. Han perdido su casa, cambian de país, tienen que aprender un idioma desde cero… y ellos no lo han elegido.”

Kinga y Oleg dan comida y refugio

Los migrantes más vulnerables son atendidos por Kinga y Oleg, de la asociación Nomada. Al principio de la guerra, interrumpieron su labor principal para atender la emergencia humanitaria, proporcionando comida, ropa y refugio. Desde mayo de 2022, retomaron sus actividades habituales: además de brindar asesoramiento legal, operan un espacio comunitario donde las personas migrantes se reúnen, reciben educación sobre violencia motivada por prejuicio y talleres formativos. “Cubrir tantos aspectos hace difícil explicar exactamente a qué nos dedicamos”, comenta Kinga, las manos envueltas alrededor de una taza estampada con el lema de Nomada: No human is illegal (“Ningún ser humano es ilegal”).

Una de las dificultades más inmediatas es encontrar alojamiento. En las ciudades, los escasos pisos disponibles suelen estar saturados: varias familias comparten un mismo espacio hacinado, sin intimidad. En las zonas rurales, los retos son distintos: faltan guarderías y acceso a atención médica, un problema especialmente grave para las madres solteras y los ancianos que huyen de la guerra.

Pero el mayor problema es la incertidumbre, que lo enreda todo. Oleg desliza con voz queda un comentario sobre la laxitud con que Polonia aplica la Directiva de Protección Temporal (2001/55/CE), activada por la Unión Europea en marzo de 2022 tras la invasión rusa. El estatuto de refugiado se concede por períodos breves, sin garantías de renovación.

Si Varsovia declara segura una región de Ucrania, quienes provienen de ella pueden perder su protección, aunque ya no tengan casa ni familia a la que regresar. Esta inseguridad jurídica se suma a la incógnita sobre la duración de la guerra, y deja a muchos en suspenso. Sin saber si lo provisional se volverá permanente, los refugiados ucranianos oscilan entre el deseo de volver y la necesidad de reconstruir una vida estable donde están.

Ante ese limbo identitario, Artem, fundador de la Fundación Ucrania, se declara abiertamente antiasimilación y antiguetos. Ni convertirse en polaco, ni quedarse al margen de la sociedad. Artem me confía que se crió en una familia “muy soviética”, una experiencia que le dejó una aversión persistente por la uniformidad forzada. “Antes tenía esa visión infantil, ingenua, de ciudadano del mundo”, dice con una sonrisa irónica.

Sentirse ucraniano en Polonia

Pero fue al mudarse a Polonia cuando empezó a sentirse profundamente ucraniano. Por eso se dedica desde hace once años, con su fundación, a cultivar esa identidad dentro de la comunidad, organizando en Breslavia eventos con figuras destacadas de la escena artística y cómica ucraniana.

Para Kinga, ese tipo de encuentros son esenciales: “Ves a varios miles de personas que son de tu país y te das cuenta de que realmente viven en la misma ciudad que tú, que podéis cantar las mismas canciones, divertiros juntos… y entonces ya no te sientes tan solo, ni tan desconectado”.

Para algunos, esa comunidad sirve para recrear un microcosmos ucraniano mientras esperan el regreso, como en el caso de Natalia. “Todo el tiempo quiero volver a Ucrania… Como en casa, en ningún sitio”, afirma con entusiasmo.

Para otros, es sólo el eco persistente de una vida que saben que no retomarán. Esa certeza parece ir calando poco a poco en Ivan*, cuya hija estudia en la Universidad de Breslavia. “Mi sueño es que quiera volver a Ucrania. Pero cuanto más tiempo pasa… menos posible me parece.”

Se hace el silencio en el semisótano, donde se nos ha hecho de noche mientras conversábamos. Un silencio largo y espeso en la oscuridad que habla de un legado que se disuelve, de la desconexión entre un padre y una hija que ya no hablan el mismo idioma. La distancia entre generaciones, esta vez, no se mide en años, sino en fronteras que ya no se cruzan.

Los nombres marcados con asterisco han sido modificados para proteger la identidad de las personas entrevistadas.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.

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Léna Georgeault no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.