Que el fiscal general del Estado permanezca en su cargo cuando está a punto de sentarse en el banquillo, procesado por el Tribunal Supremo por un delito muy grave, es un contradiós y una indecencia.

Álvaro García Ortiz debía haber dimitido con carácter irrevocable en cuanto el Supremo lo procesó por presunta revelación de secreto contra un ciudadano particular, claramente dirigida a dañar políticamente a una líder del PP convertida por el presidente del Gobierno –que lo designó a él– en máxima enemiga. Debió ser destituido –o invitado al cese, que en este caso equivale a lo mismo– por el Gobierno que le encumbró para evitarles, al propio fiscal y a la Justicia española, el bochornoso espectáculo que se avecina: un juicio en el que el primer defensor del cumplimiento de las leyes y los der

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