El testigo de las multitudes
Una mañana de octubre de 1992 comencé a redactar el primer párrafo de un documento para los ojos y el humor del más alto mando de la decimotercera potencia industrial del planeta y me di cuenta de que estaba desperdiciando mi vida.
Esto en un sentido metafórico, porque ganaba bien, tenía una vida cómoda y la luz de mi pequeña hija ya iluminaba el mundo. Pero no me podía engañar: mi trabajo era baladí. Los cientos de cuartillas de mis textos acabarían reciclados; ningún historiador del futuro los iba a consultar; no existiría el tesista que tomara una cita de ellos.
A punto de la depresión recordé a Plinio el Viejo y su luminoso mandato, nulla dies sine linea , y me propuse exorcizar los estériles párrafos de informes y memorandos con textos que tuvieran vi