El poeta, novelista, traductor y factótum de las principales editoriales del país, publica 'Personaje secundario', unas jugosas memorias donde desvela qué pasaba en los despachos culturales

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Muchas son las personas que han leído a Enrique Murillo (Barcelona, 1944) y no son conscientes de ello. Y no porque su propia producción literaria –compuesta por los títulos El secreto del arte, La muerte pegada a las uñas, El centro del mundo y Qué nos pasa– haya alcanzado gran difusión entre los lectores, sino porque, sin saberlo, cuando encaraban la edición española de obras como La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe; Dinero, de Martin Amis, o bien El loro de Flaubert, de Julian Barnes –así como muchos otros textos principalmente publicados por Anagrama– estaban leyendo una traducción de Murillo.

Pero a esta actividad, que fue su sustento durante su juventud, pronto se unió la función de lector editorial, un papel fundamental para la captación de obras extranjeras que pudieran funcionar en nuestro mercado, y donde Murillo demostró ser un auténtico maestro. Comenzó escribiendo informes para Seix Barral y posteriormente para Anagrama, editorial donde se ganó la confianza del editor Jorge Herralde, que tuvo durante años una fe ciega en el criterio de Murillo a la hora de seleccionar obras para su publicación.

De ahí se trasladó a Madrid y al mundo del periodismo para dirigir la revista El Europeo. Saltó luego a El País –donde desarrolló el proyecto de Babelia– y a la edición española de Vogue, de la que fue director. En total, tres años en la capital que se saldaron con un nuevo salto a Barcelona, donde dirigiría Plaza & Janés, Planeta y Alfaguara en un periodo de 15 años tras el que se decidió finalmente a fundar su propia editorial, Libros del Lince, más enfocada al activismo social que a la literatura.

Ahora, tras esta larga y apasionante vida profesional que le ha situado con frecuencia en el centro del mundo literario en sus diversas facetas, pero siempre en un papel discreto y alejado de los focos, Murillo publica Personaje secundario (Trama, 2025), sus jugosas memorias donde, con una prosa vigorosa y un modo de narrar trepidante, cuenta su versión de todos estos años y da su opinión sobre los actores del mundo editorial en su lugar.

Con la honestidad radical que le caracteriza, y remitido a los datos y su experiencia, no deja títere con cabeza, especialmente, pero no solo, en lo que refiere a su relación con Jorge Herralde, fundador de Anagrama, de quien fue lector y principal asesor literario durante diez años, el periodo que va de 1977 a 1987. De él afirma que abría las plicas de los sobres donde se escondían los nombres de los finalistas al Premio Herralde de novela. Por otro lado, Personaje secundario también es un homenaje a su compañera de vida, la pintora Fe Blasco, que falleció hace 11 meses tras 50 años de convivencia con Murillo.

Usted llegó al mundo editorial un poco por casualidad.

Un poco, no: totalmente. Yo venía del grado de Periodismo en Navarra, que no se consideraba ni una carrera. Di el salto a Londres porque quería estudiar inglés y porque me ofrecieron primero un trabajo en la BBC y luego la corresponsalía de Europa Press en Inglaterra. Eran los sesenta y entonces esta agencia, fundada por gente del Opus, era lo más progre que había en España. Como me gustaba leer de una forma obsesiva, aprendí inglés a base de leer literatura inglesa, que llegué a conocer bien. En un momento determinado tengo que volver a Barcelona por cuestiones familiares, y estos conocimientos me sirven para entrar primero en Barral y luego ya en Anagrama, donde estuve diez años.

Tiene una faceta como poeta y narrador en la que sus obras tuvieron buena acogida de crítica. ¿Lamenta a veces no haber fomentado más este lado creativo suyo?

Ocurre que soy una persona tremendamente perezosa a la hora de escribir, cosa que me ha hecho sufrir mucho siempre porque yo cuando escribo lo hago con sinceridad total, a muerte, que es como creo que merece la pena hacerlo. En cambio, en el campo de la edición me he sentido siempre más cómodo, supongo que porque trabajo con un material que emocionalmente no es mío. Luego la vida me ha ido llevando desde cuestiones meramente literarias o periodísticas a otras ligadas a la gestión empresarial. Ahora que estoy jubilado, he escrito Personaje secundario y ya estoy metido en una novela que ya veremos cuándo termino...

Hablemos de su paso por Anagrama, usted y Jorge Herralde hicieron un equipo muy potente, pero la cosa no terminó bien.

Entré como lector editorial, el único que yo recuerde que hubiera, y me convertí en algo así como el asesor editorial de Herralde que, por otro lado, era la única persona en nómina de la editorial a excepción de su secretaria, a la que además había dado una acción de la empresa para así poderla inscribir como sociedad... En los diez años que estuve, apenas hablamos de literatura y te diría que de pocas cosas en general.

Herralde era un tipo muy peculiar, seco. Pero nos complementamos bien y tenía un gran sentido de la edición en todas sus facetas. Lo que hizo con Anagrama a lo largo de los años fue extraordinario, y yo creo que en parte contribuí a ello, hasta el punto de que le considero el mejor publisher de Europa, entendiendo con ello al editor en su sentido integral. Dicho esto, su gestión fue siempre personalista y bastante poco considerada con sus colaboradores.

En diez años en los que llegué a ser considerado la mano derecha de Herralde por todo el sector, nunca tuve un contrato y cobraba menos dos millones al año haciendo todo tipo de funciones

¿Por qué se fue de Anagrama?

Yo, en diez años en los que llegué a ser considerado la mano derecha de Herralde por todo el sector, nunca tuve un contrato y cobraba menos de dos millones al año haciendo todo tipo de papeles, como lector, traductor, escritor de solapas, etc. durante los siete días de la semana. Y lo mismo le pasó a Susana Lijtmaer, que me sustituyó. Tenía 43 años y no cotizaba; además, tenía encima de la mesa la oferta de El Europeo, que me prometía contrato y mucho más dinero. Pero incluso así, le dije a Herralde que prefería quedarme con él siempre que me hiciera un contrato. Pues bien: se enfadó y dijo que no me contrataría.

¿Por qué cree que lo hizo?

Yo creo que para no tener que darme de alta en la Seguridad Social [risas]. Aunque también quizás porque en su modo tan personalista de hacer las cosas no soportaba la idea de tener alguien más al mando que no fuera él. Una cosa es tener un colaborador externo y otra a alguien de quien no puedes prescindir a las primeras de cambio. Y eso que estamos hablando de una persona que era millonaria de cuna...

Cabe citar que un informe suyo salvó a Anagrama de la quiebra...

Herralde tenía dudas sobre si publicar La conjura de los necios, que era un libro largo y complicado de traducir, del que le habían hablado bien, pero que no había encontrado editor en Estados Unidos. Entonces no sobraba precisamente el dinero en la editorial. Leí el manuscrito y escribí un informe donde decía que el libro sería un éxito rotundo porque el protagonista encarnaba todo aquello que los españoles en el fondo anhelamos: anarquía, ociosidad, suciedad, gula, etc...

Herralde me creyó y publicó el libro, con un éxito increíble en aquellos tiempos que hoy todavía se sostiene. Aquello no es que salvara a Anagrama, es que la hizo una empresa boyante, hasta el punto de que la edición española ha sido más exitosa incluso que la estadounidense. El éxito que ha tenido La conjura de los necios en Iberoamérica no se ha repetido en ningún lugar del mundo. Y, modestamente, creo que mi informe tuvo que ver mucho en ello.

En sus años en Vogue trabó amistad con José Luis de Vilallonga, que más tarde sería importante en su éxito en Plaza & Janés.

Vilallonga era un personaje peculiar: aristócrata y amigo íntimo del rey, era progresista, cosmopolita y sensible a las artes, hasta el punto de tener un papel en la película Desayuno con diamantes de Blake Edwards. Era además escritor y tenía gracia en sus columnas, donde atizaba a todas las socialités de la época. En Vogue nos llevamos bien y después, cuando salto a Plaza & Janés y me encomiendan encontrar un título que pueda salvar a la editorial del hundimiento financiero, ya que tenía unas pérdidas de 2.000 millones de pesetas anuales, Vilallonga me ofrece el libro El Rey, que era una larga conversación con Juan Carlos I. Con la obra quería sacar pecho y hacerse todavía más popular de lo que era en el país en aquel momento.