Antón Pávlovich Chéjov (1860-1904) vivió con un pie en la literatura y otro en la medicina. “La medicina es mi esposa legal y la literatura mi amante”, escribió en una carta célebre, consciente de que ambas ocupaban su vida con idéntica intensidad. En aquella Rusia de provincias, donde la enfermedad y la penuria eran compañeras habituales, ser médico no era solo un oficio, sino un ejercicio de resistencia. Chéjov conoció la rutina de los dispensarios rurales, las consultas improvisadas en aldeas miserables, las limitaciones de una ciencia que aún no contaba con antibióticos y apenas disponía de un puñado de remedios efectivos. Esa mirada clínica, ejercida en silencio, se filtró en toda su obra literaria: en sus personajes débiles, cansados, melancólicos; en la insistencia con la que aparec

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