Javier Peña pensó que él y su padre tendrían muchas cosas de las que hablar, tras varios años de silencios, de ausencias, de disgustos y de no haber estado a solas en un mismo cuarto. Y que en esa habitación de hospital aséptica, de pitidos constantes, en la que siempre entraba una enfermera o un médico, padre e hijo protagonizarían la arquetípica escena de los abrazos y perdones, de las disculpas y de los te quiero, de los diálogos en que se cuentan las cosas que jamás se dijeron por descuido, decoro o pudor.

Pero no.

Su padre, cada día más delgado y débil, consciente de que su muerte estaba cerca, le proponía con cada visita hablar de libros y escritores. De los libros y escritores que siempre rondaron su casa, cuando Javier Peña no era más que un niño y su padre un marinero español qu

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