Una de las muchas cosas hermosas que aprendí de mis padres fue la pasión por viajar.
Las maletas (en mis tiempos sin rueditas y de cuero) iban y venían. Ya fuera para irnos temporadas largas a Santa María, al rancho, a Guadalajara o al entonces DF para ver a mis tíos; o a la playa, en trayectos que nos llevaban días de camino, buscando formas en las nubes, contando colores de coches, con paradas continuas y la estufita Coleman verde para los almuerzos a la orilla de la carretera: tortas, huevos cocidos y demás. Incluso hubo viajes largos a otros países, por tierra o en avión, en los que todavía se fumaba dentro (ya delato mi edad en las narraciones).
Han pasado muchos años, y las maletas siguen yendo y viniendo. Algunas veces no tan frecuentes, y otras en demasía. Al final, la vida es un