Los cuentos de pueblo se distinguen de los cuentos de autor. Claro, los de Chejov, Maupassant, O. Henry, Quiroga o Rulfo son geniales, pero los relatos nacidos de la veta popular tienen un especial encanto, un particular sabor. Este campanudo exordio sirve de proemio a la historia que narraré en seguida. Una noche la hija de aquella señora salió de su casa y no regresó ya.

Inútilmente la buscó la madre el día siguiente, y los demás. Desesperada, fue al templo del lugar y se postró de hinojos frente a una imagen de Jesús crucificado. “¡Señor! —clamó llena de angustia—. ¿Dónde está mi hija?”. El sacristán, hombre malévolo, estaba ya en antecedentes de lo sucedido. Oculto tras la imagen contestó: “Ha de andar de p… por ahí”. “Ay, Señor —se enojó la mujer—. Con el mayor respeto te lo digo: no

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