Vinieron de Filipinas, de Sudáfrica y de Kosovo, decenas de jóvenes deseosos de experimentar lo mejor que Estados Unidos tenía para ofrecer.
Algunos habían agotado sus ahorros. Otros habían pedido prestado a sus familias. Todos habían viajado a Nueva York bajo un programa del gobierno estadounidense destinado a fomentar el intercambio cultural, y estaban ansiosos por aprender en Kurt Weiss Greenhouses, uno de los viveros más grandes del país.
Pero cuando llegaron al extenso complejo en Long Island, con sus acres de canteros de flores, carretillas elevadoras ocupadas y cintas transportadoras a toda velocidad, no se parecía en nada a lo que les habían prometido.
En lugar de recibir mentoría y tiempo libre para visitar playas, pasaban jornadas de 10 horas rellenando macetas con tierra en u