Las ayudas por franjas de edad ya no son eficaces, deberían ser transversales porque la dificultad para comprar una vivienda sorteando la falta de ahorro por los elevados precios de los alquileres es transversal

La vivienda es un problema de los jóvenes, pero no es solo un problema de los jóvenes. Mi generación, la milenial añeja, la generación no-suficientemente-joven-pero-tampoco-suficientemente-mayor, también sufre y mucho el problema de la vivienda. Con un hándicap añadido: la exclusión sistemática de prácticamente cualquier ayuda, la pertenencia a la madre de todos los limbos.

La pasada semana el Gobierno anunció que darán ayudas de 30.000 euros a los menores de 35 años en viviendas protegidas de alquiler con opción a compra. Adicionalmente, ya existe también una ayuda directa de hasta 10.800 euros en la adquisición de viviendas localizadas en municipios de menos de 5.000 habitantes, también para los menores de 35 años. Pero ese tipo de ayudas por franjas de edad ya no son eficaces, deberían ser transversales porque la dificultad para comprar una vivienda sorteando la falta de ahorro por los elevados precios de los alquileres es transversal.

E incluso es un problema que afecta a las personas que tienen una vivienda en propiedad. La semana pasada se estrenó en Madrid, en los Teatros Luchana, la obra Roma, dirigida por David Barreiro. Cuenta la historia de Marcos y Ana, una expareja que convive en un piso a las afueras de Madrid, un lugar que se quedó en mitad de la nada durante el estallido de la burbuja. Marcos y Ana no están juntos, discuten, intercambian continuos reproches, incluso han empezado a ver a otras personas, pero siguen compartiendo piso por motivos económicos; hasta que consigan vender ese apartamento no podrán iniciar sus vidas por separado. La obra es ficción, pero aborda una problemática real: la de parejas en las que se rompió el amor, pero no el contrato inmobiliario. Personas que, con cuarenta años o más, se ven abocadas de pronto a alquileres inasumibles en solitario. Demasiado mayores, piensan, para volver a compartir piso como cuando eran veinteañeros. Demasiado mayores como para no poder vivir en paz con los ahorros de más de la mitad de una vida.

Hablamos de una generación que, en gran parte, tuvo que emigrar hace veinte años a buscarse la vida en países como Alemania, Reino Unido o Francia. Una generación que no recibió ayudas entonces y que tampoco las recibe ahora. La historia sugiere que la generación en la que uno nace determina en gran medida el mercado inmobiliario en el que se encuentra. Nadie debería verse obligado a soportar las dificultades y el trauma de la falta de vivienda, pero en la edad adulta, las consecuencias pueden ser aún más devastadoras a nivel mental.

Según la Encuesta de Condiciones de Vida, el 34% de los hogares tienen como inquilinos a personas de entre 30 y 44 años, el 16% entre personas de 45 y 64 años. El porcentaje casi se ha duplicado en las últimas dos décadas. No es un problema solo de una generación, es un fracaso social transversal. Lo que el problema de la vivienda necesita son políticas eficaces y generalizadas. Lo que se necesita es más oferta de vivienda pública, para todos, no ayudas sesgadas con las que aumentar todavía aún los precios, con las que aumentar todavía más la brecha entre los rentistas y los que nunca llegarán a serlo.