En Colombia, subirse a un bus no es un simple traslado: es entrar en la radiografía más cruda de la desigualdad. Cada trayecto expone el precio silencioso que millones de personas pagan con su tiempo, su salud y sus relaciones familiares. La señora que se levanta a las 4 de la mañana y regresa de noche sin ver a sus hijos no es un caso aislado; es la representación de miles de hogares fragmentados por un sistema de transporte que roba horas de vida con absoluta normalidad.
El estudiante que se duerme en un articulado tras múltiples transbordos y una jornada interminable de congestión también es símbolo de la misma tragedia. El transporte debería garantizar su derecho a la educación, pero lo que hace es restarle energías y oportunidades. Cuando la movilidad se convierte en obstáculo en lug