Cuando una coge un puñado de tierra, de cualquier paisaje, y se lo acerca a la nariz, tiene la impresión de que no huele a nada. Tal vez si es el suelo de un bosque, puede adquirir el olor del elemento que se acaba de posar en ella. Entonces, si hay hojas, huele a hojas. Si ha pasado la zorra, huele a ese paso ligero y silencioso. Si acaso el arrendajo ha soltado una pluma en el ejercicio de su ronco y áspero –«¡krack!», huele a pluma de arrendajo porque el arrendajo ya está lejos; antes de que su pluma se pose en el suelo, ha puesto pies en polvorosa. En mi pueblo, por el paraje donde estaban antes las viñas, todavía están en el suelo las marcas de los surcos que daban soporte a aquellos cultivos. Y hay pocos árboles; los rigores de este terreno no animan mucho a que crezca ningún tipo de
Éxodo rural

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