A los viejos se los llama ahora “adultos mayores”. Una forma elegante de ocultar lo que somos o seremos todos: viejos. Esa palabra que incomoda, que parece llevar implícita la idea de desgaste, de final, de sobra. Pero decirlo sin rodeos es el primer acto de dignidad. Porque lo que molesta no es la palabra: es cómo tratamos a quienes la encarnan.

Vivimos en un país donde los viejos sostienen las urnas. Cuando los jóvenes dudan, se ausentan o viajan, son ellos los que caminan hasta la escuela, boleta en mano, convencidos de que votar todavía importa. Y sin embargo, fuera del cuarto oscuro, se los relega. No hay un programa que los abarque a todos, que piense en su vida cotidiana con seriedad. Se los aísla con pensiones mínimas, se los discrimina en el sistema de salud, se los convierte en

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