En algún lugar de Finlandia, una película casi invisible, teñida con el violeta desvaído de una cáscara de cebolla, protege a una célula solar del mismo sol que alimenta su energía. No se trata de un truco de alquimia moderna ni de una excentricidad de laboratorio. Es ciencia aplicada, sostenibilidad y, quizás, el futuro de la tecnología fotovoltaica.
Las capas externas de una cebolla roja, esas que terminan en el cubo de compostaje o en el fondo del cubo de basura, están hechas de algo más que celulosa y pigmentos. Contienen antocianinas, compuestos con una afinidad natural por la luz ultravioleta. Y eso, precisamente, es lo que ha captado la atención de un grupo de investigadores europeos decididos a cambiar cómo protegemos nuestros paneles solares.
La investigación, publicada en ACS A