
Los incendios que arrasaron 100.000 hectáreas durante el pasado mes de agosto en Ourense, en la que ya está considerada la peor oleada de fuegos del siglo en Galicia, pusieron en peligro a más de 10.000 construcciones. Casi 4.000 fueron las que quedaron dentro del perímetro quemado, una línea que supera los 4.500 kilómetros, y más de 7.000 vieron cómo las llamas se acercaban a menos de 100 metros. La práctica totalidad eran viviendas y edificaciones auxiliares —las cifras oficiales confirman que ardieron más de un centenar—, pero también había medio millar de industrias, 300 depósitos y silos, 150 iglesias y capillas, una treintena de cementerios y 10 molinos. Al menos 250 comunidades de montes y casi medio millón de parcelas catastrales también se vieron afectadas.
El responsable de este exhaustivo inventario es Juan Picos, profesor de la Escola de Enxeñaría Forestal de Pontevedra (Universidade de Vigo) y coordinador del programa europeo FIREPOCTEP+, que estudia cómo fortalecer la prevención y la extinción de incendios en la región transfronteriza entre España y Portugal. Son parte de los datos que ofrecerá este jueves, 2 de octubre, dentro de la jornada El fuego a las puertas , organizada por la delegación ourensana del Colexio de Arquitectos de Galicia, centrada en el urbanismo preventivo contra los llamados fuegos de cuarta generación.
Utilizando las imágenes que facilita el sistema Copernicus, Picos ha conseguido ofrecer una foto fija de la dimensión territorial de la oleada de incendios que ofrece cifras “conservadoras”. Por ejemplo, los 4.500 kilómetros miden sólo el perímetro “exterior” de los fuegos, no las zonas sin quemar ni las “islas” que se mantuvieron a salvo de las llamas, lo que haría crecer aún más la cifra. Sin embargo, para él, estos números ya son suficientemente significativos para entender uno de los mensajes que transmiten: “Cuando se llega a este punto, no hay operativo que no quede desbordado”.
Mientras el interior de Galicia ardía sin control, la Xunta —que no cesó de pedir más medios al Gobierno central, incluso con parte de los suyos parados por falta de personal — sacaba pecho presumiendo del “mayor operativo de la historia”, con 3.000 trabajadores del SPIF (Servicio de Prevención e Defensa Contra Incendios Forestais), a los que sumaba brigadas municipales o bomberos de los parques comarcales. Un perímetro de esta magnitud, y que se iba moviendo, a menudo más aprisa que los propios servicios de extinción, es —para este experto— la prueba de que es imposible “enviar un bombero para cada casa”.
El investigador utiliza un símil bélico y habla del dispositivo como “la delgada línea amarilla”, recordando aquella thin red line que los highlanders británicos formaron ante la caballería rusa en Balaclava, durante la guerra de Crimea. En lugar de las habituales cuatro filas de soldados, debido a la escasez de tropas, los casacas rojas tan sólo dispusieron dos —lo que, por cierto, contribuyó al éxito de la estrategia, ya que el general enemigo creyó que se dirigía hacia una trampa—. Pero, con un frente tan amplio como éste, por mucho que se estire, la línea amarilla nunca llegará a abarcar la totalidad del campo de batalla.
Por eso, ante la posibilidad, cada vez más alta, de que se repita un escenario como el de este verano — las condiciones de la atmósfera, más extremas por el cambio climático, sumadas a la cantidad de combustible a disposición de un eventual chispazo —, recomienda un doble comportamiento. El más obvio, derivado de la extinción, “conseguir que las llamas no alcancen las casas”. A ese, este experto en el diseño de territorios resilientes a los incendios, añade otro que define como “autoprotección”. En este capítulo incluye el mantenimiento de un “espacio defensivo” en torno a las viviendas o los núcleos habitados, asegurar la presencia de puntos de abastecimiento de agua o evitar la presencia de mobiliario inflamable en fincas o jardines. “Todo esto puede hacerte ganar dos horas ante un frente que avanza, y ese tiempo puede ser clave para recibir ayuda”.
Las fajas de protección
Además de media docena de explotaciones ganaderas, la cifra oficial de casas afectadas por la ola de fuegos se eleva a 144. Ocho de ellas eran viviendas habituales y 42, segunda vivienda. Sin embargo, otro de los datos aportados por Picos permite conocer cuánto se acercaron las llamas a los núcleos de población. De las 100.000 hectáreas arrasadas, prácticamente 7.000 correspondían a las llamadas “fajas secundarias de gestión de biomasa”, es decir, las franjas de terreno destinadas a proteger las zonas habitadas de un incendio forestal. En su comparecencia parlamentaria de septiembre, el presidente de la Xunta avanzó como una de las principales lecciones de la crisis la necesidad de mejorar su limpieza.
En total, fueron 3.799 las construcciones que quedaron dentro del perímetro de los grandes incendios. Eso incluye 3.445 edificaciones destinadas a vivienda, 152 industriales, 135 depósitos y silos, 61 edificaciones religiosas y 6 molinos. Otras 7.126 construcciones quedaron a menos de 100 metros de las llamas: 6.591 viviendas, 291 industriales, 149 depósitos y silos, 92 edificaciones religiosas y otros tres molinos. Además, el fuego afectó a 480.000 parcelas catastrales y a unas 250 comunidades de montes. Setenta de ellas vieron arder más del 90% de su superficie.