Desde pequeña, Claudia entendió que la vida estaba hecha para compartir con otros. Creció en el seno de una familia sencilla, hija única de Juan y Ana, marcada profundamente por la figura de su bisabuela. Aquella mujer campesina que llegó a Santiago con las manos vacías tenía una casa que nunca se quedaba sola: siempre había espacio para personas en situación de calle, desconocidos que buscaban refugio por una noche o un plato caliente. “Para mí ella es una mujer santa, nunca la vi enojada, siempre estaba ayudando a los demás. Yo creo que gran parte de lo social que llevo viene de ella”, recuerda Claudia.
Ya en la adolescencia, Claudia organizaba junto a un grupo de amigos ollas comunes y participaba de fundaciones para trabajar con niños vulnerables. A los veinte años, decidió arrendar u