Colombia ya no se divide solo entre el centro y la periferia, ni entre el campo y la ciudad. La frontera decisiva hoy es mucho más profunda: es la línea de choque entre la gobernabilidad legítima del Estado y una gobernanza criminal que se inició con mucha violencia hace décadas, pero que ahora avanza en silencio; ocupando territorios, moldeando economías y dictando las reglas que el poder público no logra hacer cumplir. Gobernar en medio del fuego no es una metáfora: es la realidad de un país donde la autoridad se ve cada vez más arrinconada por estructuras ilegales que crecen sin el ruido de los grandes titulares, pero a un ritmo vertiginoso en las regiones.
La buena gobernabilidad descansa sobre pilares claros: instituciones sólidas, un Estado capaz de ejercer el monopolio legítimo de