Ayer, yendo a un entierro a un pueblo cercano, pasamos precisamente junto al cementerio de la capital. El camposanto, que sabíamos bellísimo tras las altas tapias tras las que se veían las copas los vigorosos cipreses, nos recordó a dónde y por quién íbamos, y cuánto íbamos a echar en falta a la persona que ya faltaba, y que ojalá que nuestra memoria y añoranza llegara a ser una décima parte del amor que ella, religiosa y misionera, distribuyó con talento, ejemplo y parsimonia entre su gran familia. No menciono al amor, no sabría hacerle justicia.

En fin –fin temporal, espera uno–, que tiramos de broma. Habitual, eso de recordar con risas llovidas al finado en los adioses de nuestros mayores. Pues resulta que también acaba de morir un bar mítico y sencillo que se situaba “al otro lado de

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