Ediciones Comisura y los tres editores recuperan 45 años después el libro con el que Hervé Guibert retrató a sus dos tías abuelas

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En 1980, Hervé Guibert publicó Suzanne et Louise, un fotolibro en apariencia mínimo: retratos de sus dos tías abuelas en su apartamento parisino, en la quietud de la vida cotidiana. Mujeres ancianas, ajenas al centro de la vida cultural, convertidas en protagonistas de un relato visual íntimo. En esas páginas, Guibert desplazó la cámara del yo —que luego dominaría su escritura y sus autorretratos— hacia un núcleo afectivo que lo había acompañado siempre: ese pequeño refugio compuesto por las dos hermanas mayores.

Cuarenta y cinco años después, el libro vuelve a estar disponible gracias a Ediciones Comisura y los tres editores. Esta reedición no solo rescata un título difícil de conseguir, también reactiva la potencia política de un gesto que parecía íntimo y menor, pero que hoy se muestra profundamente contemporáneo.

Lo que podía parecer un ejercicio de ternura doméstica es, en realidad, un manifiesto. En cada imagen hay un pulso ético: la decisión de fijar la mirada en cuerpos invisibles para la sociedad, en gestos repetidos, en la fragilidad de la vejez. La fotografía, en manos de Guibert, nunca es complaciente. Tiene algo de diario visual, pero de un diario que no disimula la crudeza, que monumentaliza lo banal y que coloca en el centro lo que suele quedar fuera de foco. Esa es ya una primera obscenidad: mostrar lo que normalmente se esconde, dejar entrar en la historia del arte a quienes estaban destinadas a la invisibilidad.

Uno de los pasajes más conmovedores aparece en el breve texto que acompaña las imágenes. Una de las tías, cuenta Guibert, pasó diez años en el Carmelo. El primer gesto de su ingreso fue el rapado del cabello: un acto de obediencia, de borrado del cuerpo. Décadas después, ya anciana y fuera de los muros del convento, se había dejado crecer una melena larguísima. Tan larga, dice Guibert, que resulta “obscena en una mujer de su edad”.

El detalle parece anecdótico, pero condensa todo un programa estético. El pelo anciano es obsceno porque desborda las normas de lo aceptable: es un signo de vitalidad en un cuerpo que el canon no asocia con deseo, una sensualidad que incomoda porque se sale de lugar. Es también un gesto de revancha íntima contra la institución religiosa que la rapó. La fotografía se convierte en la prueba de esa insurrección tardía, una memoria material de lo que se quiso cortar y reaparece como exceso.

Ese cruce entre ternura y obscenidad es puro Guibert. Ya en L’image fantôme (La imagen fantasma) escribiría que la fotografía siempre muestra demasiado, incluso lo que preferiríamos no ver. Lo obsceno no es solo lo indecente, sino la verdad de la imagen: el desborde que la hace insustituible. En Suzanne et Louise, ese desborde está en un mechón interminable de pelo, en un gesto repetido en una butaca, en un rostro dormitando. En sus autorretratos con el VIH, años después, lo obsceno será la piel marcada por la enfermedad, la carne deteriorada, lo que la sociedad aparta la vista para no tener que enfrentar. Entre las tías ancianas y el propio Guibert frente al espejo enfermo se tiende un mismo hilo: la voluntad de hacer visible lo que se esconde y, en ese acto, encontrar una forma de amor.

Suzanne et Louise es también un archivo afectivo. Guibert convierte la vida doméstica en memoria política: rescata los cuerpos y los gestos de quienes nunca hubieran entrado en los libros de historia del arte. Esa operación, poner en el centro lo marginal y sostener lo raro sin suavizarlo, conecta con su idea de la fotografía como “arte del desvelo obsceno”. Lo mismo que decía del autorretrato —“mostrar lo que no debería mirarse”— se aplica aquí a los retratos de las tías: el pelo largo que incomoda, la vejez que la cultura esconde, la fragilidad que se prefiere silenciar.

Hoy, cuando la publicidad y el cine siguen obsesionados con cuerpos jóvenes, cuando la representación de la vejez se reduce a caricatura o a invisibilidad, el fotolibro de Guibert se lee como una intervención urgente. Su ternura no es edulcorada: es política. Mostrar lo obsceno —el pelo demasiado largo de una anciana, la piel marcada por la enfermedad, lo íntimo fuera de norma— es afirmar la vida allí donde otros ven vergüenza. La cámara, en sus manos, es siempre un archivo de resistencia: nos recuerda que lo que incomoda a la mirada dominante es, justamente, lo que merece ser mirado.