El llamado “caso Espert” no estalló por sorpresa: fue una bomba anunciada. Una vieja denuncia , que llevaba años dormida en los márgenes judiciales y mediáticos, reapareció en el momento menos oportuno, a pocas semanas de una elección nacional. Lo que debió haberse previsto, se ignor ó. Lo que pudo haberse desactivado con tiempo, se dejó en manos del azar. La crisis no comenzó cuando la noticia tomó estado público, sino mucho antes, cuando quienes debían cuidar la imagen del dirigente nunca diseñaron una estrategia preventiva . Ese vacío, esa confianza desmedida en la improvisación, fue la semilla del colapso posterior.
La acusación contenía un elemento explosivo: su verosimilitud . En un país donde la sospecha es un deporte nacional y el vínculo entre política y narcotráfic