Al finalizar cada tarde, Isabelita iba a casa a buscar las sobras de las comidas para alimentar a sus cerdos. Era, si se quiere, una mujer simple: analfabeta, campesina, sin ínfulas de nada. Su único interés era engordar a sus animales y, una vez que alcanzaban el tamaño y el peso adecuados, los malvendía en el mercado en cada temporada, y eso le posibilitaba vivir en medio de una humildad penosa, tocante en la miseria.
Isabelita llegaba preparada con un cubo en cada mano, y en su caminar se podía percibir el agotamiento y desahucio acumulados: los días repetidos y cansinos en el duro trabajo, el sol y el frío marcados en un rostro cincelado con fiereza durante todos los años del mundo.
Ahora que lo pienso, la mujer tendría para entonces unos 70 años, quizá menos, pero sus ojos fatigados