En el cielo de Los Ángeles, los helicópteros de las televisoras giran sobre el Dodger Stadium mientras el sol se derrite sobre los asientos azules. Cada swing del bate de Shohei Ohtani suena como si el madero chocara contra una bóveda bancaria. Hay algo hipnótico en la forma en la qu los Dodgers convierten los millones en rutina.

A 2,500 kilómetros, en Milwaukee, la historia se escribe en otro idioma. El estadio American Family Field no luce luces de Hollywood, pero vibra con una fe obstinada. Las cervezas cuestan menos, las gradas parecen más cercanas y el rugido no tiene glamour, tiene gratitud. Los jugadores de los Brewers no son reconocidos , pero tienen una obtinación por el triunfo.

El beisbol, como la vida, no siempre paga por talento. A veces premia a quien se aferra.

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