Continuamente escuchamos que vivimos tiempos más igualitarios. Las leyes, el discurso público y parte de la opinión general lo reflejan. Pero cuando observamos las cifras sobre participación laboral, trabajo informal, responsabilidad sobre los cuidados, libertades cotidianas o violencia, estas no encajan con la percepción de igualdad.
Y es que quizás el cambio legal y discursivo no ha alcanzado al terreno más resistente, las normas sociales de género, que siguen definiendo lo que se considera aceptable o adecuado para hombres y para mujeres, imponiendo un alto costo social a quienes se atreven a incumplirlas. Podemos preguntarnos entonces, ¿por qué sigue siendo tan costoso desviarse de las normas de género, incluso en sociedades que se autodefinen como progresistas?
La respuesta no está