El Premio Nobel de la Paz no es solo un reconocimiento, sino una declaración moral frente al mundo. Lo creó Alfred Nobel, el inventor de la dinamita, tal vez movido por la necesidad de equilibrar el daño potencial de su propio invento con un legado que exaltara la vida, la convivencia y la esperanza. En su testamento de 1895, dejó escrito que debía entregarse a “la persona que haya hecho el mayor o el mejor esfuerzo para la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos permanentes y la promoción de congresos de paz”.

Esa visión, nacida en el siglo XIX, conserva una vigencia asombrosa. En un planeta donde los conflictos armados, la represión política y las desigualdades resurgen con nuevas formas, el Nobel de la Paz se alza como un recordatorio de que la humanid

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