Recuerdo mi primera confesión. Para acceder a la primera comunión, el rito exigía una lista de pecados y yo, con la imaginación estéril de un niño de siete años, tuve que inventarlos. “Desobedecí a mis padres”, dije, quedo, al cura a través de la rejilla, seguro de que aquella era la transgresión más grave que mi corta biografía podía ofrecer. Mi infancia transcurrió en ese universo de culpas prefabricadas. Al tiempo que me presentaron a mi Ángel de la Guarda, pregunté de qué me guardaba. La respuesta fue un mapa de terrores: del Diablo, de los robachicos y de la oscuridad. Y fue entonces, al recibir el remedio, que empecé a temer de verdad a la noche. Y muchísimos años hacía mi oración cada noche: “Ángel de la Guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”.
Esa pedago