Cuando uno era morro, había dos cosas que simplemente no se podían hacer. Dos pecados capitales para cualquier niño bien portado, hijo de familia decente y de abuelita vigilante: entrar a un billar y hacerse un tatuaje .

“¡No quiero verte jugando en el billar!”, advertían las tías y las mamás, como si al tocar un taco de billar se abriera el camino directo al infierno.

Y lo del tatuaje… ni se diga. “¡Si algún día te veo con un tatuaje, te corto el brazo!”, sentenciaban. En aquellos años, la tinta en la piel era sinónimo de descarriado, marihuano o expresidiario. Los tatuajes eran marcas del “mal vivir”, señales de alguien que había estado tras las rejas o en malos pasos.

Por eso, cuando apareció aquel gabacho tatuado por el barrio de La Concha , fue una rareza digna de comentario.

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