*Santiago Torrijos Pulido

Nunca se olvida la primera vez que uno defiende a un ser humano que, más allá de su nombre o cargo, está señalado por la comunidad internacional como si fuera la encarnación de un problema político mayor.

Tuve la oportunidad de participar en la defensa de un caso de sanciones internacionales, de esos que repercuten en cualquier rincón del planeta. Allí comprendí que las sanciones —esas listas que prohíben usar cuentas bancarias, viajar o incluso firmar un contrato— son, en el fondo, un arma jurídica disfrazada de herramienta política. Parecen técnicas y lejanas, pero afectan directamente la vida cotidiana de la persona sancionada: desde pagar una factura hasta comprar un pasaje de avión.

El debate es fascinante porque se mueve en una frontera gris. De un lado e

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