El agua ha mojado todo. Él camina un rato mientras su mirada me interroga y se posa en el tatuaje de mi muñeca; repite para sí: “Aleph”. No le he dicho que, cuando fija sus ojos en los míos por tanto tiempo, me incomoda; aun así, sostengo la observancia. Antes de acomodarse en la vieja poltrona Luis XVI, mete sus grandes manos en los bolsillos y, acto seguido, saca media caja de Belmont y una yeska . Prende el cigarro, lo lleva a su boca y aspira para dejar fluir la primera bocanada. Con la mano libre se acaricia el cabello, blanco, lleno de canas —desde sus treinta—. Sé que me va a lanzar una pregunta; he aprendido a leer sus maneras de acercarse. Entonces, sin mucho protocolo, suelta:
—¿Cuéntame cómo es eso de que hay tantas mujeres bellas en esta ciudad y no hay tipos? Hace días escu