Los seres humanos somos animales que hablamos. En cualquiera de nuestras prácticas conversamos: cenando, cocinando, caminando, haciendo deporte, en una fiesta, en clase… Hablamos tanto que incluso resulta un esfuerzo hacer silencio para escuchar en ciertos espacios. La conversación constituye el uso de la boca que nos alimenta espiritualmente. Cuando tenemos conversaciones que nos elevan el espíritu, sentimos deseos de vivir.

No obstante, en las conversaciones siempre surge un peligro. Ante la falta de temas, se suele recurrir a habladurías, a hablar mal de otros, a despotricar de los demás. Sin embargo, esas charlas no nos enriquecen. Al contrario, invaden nuestro mundo interior de sentimientos malsanos y de prácticas empobrecidas, como la envidia, la autocompasión y la complacencia mutu

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