Sobre unas escaleras grises y sucias se desparraman piernas semicubiertas por calcetines largos, Doctor Martens y deportivas. Hay brazos que se descuelgan al vacío sobre rodillas en punta, bolsos abandonados, cigarrillos entre dedos que tiemblan. Algo denso palpita en la escena . Algo que vibra y emite un pitido inaudible, tan agudo que haría enloquecer a un perro. Los cuerpos se hunden. Soportan un peso que no les debería corresponder. Hay párpados hinchados. Hay lágrimas que ruedan por las colinas redondeadas, suaves y lisas que son las mejillas en la post adolescencia. La escena destila un dolor que acuchilla, una rabia entre las mandíbulas a punto de estallar. Huele a la negación visceral que provoca lo inmerecido, lo que no toca. Mi hijo de once años me dice que es injusto . Le re

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