Hay dirigentes que conciben la política exterior como un arte de equilibrio, cálculo y mesura. Otros, en cambio, la practican como terapia emocional con megáfono. Donald Trump —personaje excesivo, sí, pero jamás frívolo en asuntos de poder— pertenece a los primeros. Su propuesta de paz para Israel no pretende conmover auditorios, sino reordenar realidades: seguridad primero, prosperidad después y sentimentalismo nunca. Trump asume, como lo asumieron De Gaulle o Churchill, que la paz no nace de letanías humanitarias ni de hashtags piadosos, sino de la combinación adecuada entre disuasión y oportunidad.

Del otro lado del espectro habita Gustavo Petro, quien parece convencido de que la política exterior consiste en convertir cada crisis internacional en espejo de sus traumas personales. Ha a

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