Hace una docena de años di una charla en el Instituto de Historia de Cuba, en La Habana. Defendí —con más convicción que prudencia— la tesis de que Cuba nunca fue una colonia española, ni siquiera durante la guerra hispano-cubano-americana de 1895 a 1898. Sostenía que la isla formaba parte de España, como Zaragoza o Lugo, y que aquello no fue una guerra de independencia, sino una guerra civil internacionalizada. Mis amigos historiadores cubanos, que me quieren a pesar de mis herejías, discreparon con cordialidad.
Al final, se acercó un oyente, historiador de renombre y edad respetable, visiblemente molesto. Me soltó la matraca habitual: que los españoles cometimos el genocidio de los aborígenes caribes, les dimos candela, expoliamos las riquezas, y —aunque no lo recuerdo con certeza— pued