George Washington, además de padre fundador, fue un formidable derramador de sangre. Los nativos iroqueses le apodaron 'conotocaurius' —destructor de ciudades— y él mismo se lo apropió para firmar algunas cartas. Su muerte fue un horror que empezó con un resfriado, agravado hasta el infinito por una de sus aficiones: las sangrías. A lo largo de las horas le hicieron al menos cuatro, una de ellas, ni siquiera la última, directamente en la garganta. Mar Gómez Glez (Madrid, 1977) le pregunta retóricamente al contar su historia: «¿Qué ganas viendo ese líquido abandonarte? ¿Acaso quieres hacerte a la idea de que ha sido una batalla y no un catarro lo que te ha doblegado?»

La escritora madrileña acaba de publicar 'Sangre' (Ariel) cuyo subtítulo es 'Historia íntima y cultural de un fluir constan

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